María José Naudon. Decana Escuela de Gobierno UAI
Anne Applebaum distingue en su libro, El Ocaso de la democracia, dos tipos de nostalgia, tomando como referencia a la artista y ensayista rusa Svetlana Boym.
La primera, la nostalgia reflexiva, supone añorar el pasado, incluso llorarlo, pero sin aspiración de recuperarlo. “Puede que hubiera un tiempo, en el que la vida era más placentera o más sencilla, pero también era más peligrosa, o más aburrida, o quizá más injusta”, postulan este tipo de nostálgicos.
Muy distinto es el caso de los nostálgicos restauradores — que no debemos confundir con las legítimas miradas conservadoras— y que aspiran a “reconstruir el hogar perdido”. No les interesa el pasado con todos sus matices e imperfecciones. No le reconocen ninguna limitación o inconveniente. Quieren, como sostiene la autora, la versión Disney, o Bilz y Pap del pasado y aspiran a vivir en ella. A menudo, este tipo de nostalgia se asocia con teorías conspiranoicas y con mentiras, que tienden a buscar enemigos para operar como chivos expiatorios.
Esta distinción, entre ambos tipos de nostalgia, puede parecer irrelevante; sin embargo no lo es. Cuando se pretende restaurar el pasado como objetivo central, los resguardos de la democracia, el espíritu de las normas y las estructuras de la misma pierden valor. Hoy la democracia no cae por balas o fusiles; se hackea desde dentro en manos de líderes populistas o autoritarios que, muchas veces, utilizan la nostalgia como eje de sus relatos.
La nostalgia como base del discurso político no es en absoluto nueva. El 27 AC en Roma, Augusto, para enfrentar los problemas de corrupción derivados de la enorme riqueza del imperio, le pidió a Virgilio que escribiera una obra que relatara sus victorias pero que, también, aspirara a rescatar el talante romano y los valores propios de Roma. Virgilio, escribió la Eneida.
¿Pero cuáles eran estos valores tradicionales? “La república romana se funda en la moralidad tradicional de sus hombres. […]”; una sociedad que valora el trabajo duro, la lealtad, la tenacidad, el orden, la civilidad, la jerarquía en el mando y la entregada al bien común. Sin embargo, más allá de lo anterior, detrás de la Eneida se esconde otro fenómeno; la relación del mundo griego con el mundo romano. Grecia, conquistada militarmente por Roma, era indudablemente una poderosa influencia cultural y también representaba un problema para los romanos. “Cuando las letras griegas inunden Roma, se acabará todo” decía Catón. Por esta razón la Eneida propone una cultura de enlace que tome el testigo de la cultura griega, pero que sea profundamente romana.
Este coloso de la literatura, puede ser visto como un ejemplo temprano de nostalgia reflexiva. Augusto buscaba, además de cantar sus victorias, rescatar y revitalizar los valores tradicionales de Roma, sin la aspiración de reconstruir un pasado idealizado. Aunque la Eneida presenta una versión glorificada de la historia y los valores romanos, no ignora las realidades y los desafíos propios de su época, por lo que intenta integrar la influencia griega de una manera que reafirme la superioridad y la identidad romana. Esta fusión permite entender la Eneida como una estrategia de romanización de otra cultura, la griega, sin aplastarla o desdeñarla, sino creando un nuevo relato, un nuevo líder e historia fundacional.
Hoy, cuando la nostalgia tiende a adoptar tintes restaurativos en lugar de reflexivos, quizá valga la pena pensar en nuestra propia Eneida. Una épica, un relato que, reconociendo las lecciones aprendidas, consciente de los cambios vividos y de los desafíos del futuro, se aleje de una narrativa simplificada y adversarial, para proponer la revitalización del orden y entramado político, reavivar la esperanza, abrir la posibilidad de un futuro e incorporar, en esa agencia, la responsabilidad y capacidad personal, sin generar falsas expectativas. En ese camino resulta vital trabajar juntos, generando nuevas alianzas que tengan como eje la defensa de la democracia que, por definición, debe gestionar adecuadamente el disenso y manejar la pluralidad.
No es mi enemigo el que piensa distinto y no hay aspiración más riesgosa que la de añorar uniformidad.